Melodrama en el que una mujer decide cambiar su rostro con una cirugía plástica para conservar a su novio en Corea del Sur. Kim Ki-duk retoma el camino carnal, violento y desbocado de sus primeros films, en especial The Isle (2000) y Bad Guy (2001), para mostrar que el romanticismo todavía es posible en el siglo XXI. Lo que sorprende de su cine (y del cine coreano en general) es que todos sus personajes son pasionales, impulsivos, sensibles y susceptibles. Es como si el tedio occidental no hubiera afectado la capacidad para sorprenderse de los orientales. Tal vez el comportamiento de los personajes y algunos giros de la historia pueden parecer un capricho, pero es un capricho llevado hasta el final. Es que esta vez Kim Ki-duk está más cerca de las estructuras del cine fantástico de terror y de la obra maestra de David Cronenberg, Dead Ringers (1988), por la virulencia física y metal de las imágenes. A partir de la función circular del relato, el tiempo tiende a borrar las huellas del espacio. El papel de la repetición (los encuentros en bares) aumenta la incertidumbre. Las estatuas en el paisaje de la isla funcionan como las únicas capaces de eternizar el momento. Hay que celebrar que Kim Ki-duk abandone el ombliguismo de sus últimos films para ahondar en lo real y en lo concreto.