Drama en el que un padre severo trata de criar a sus tres hijos en Waco, Texas en la década de 1950. Malick hace su film más personal y más autobiográfico. Expande su dominio estético hacia la abstracción y sus interrogantes filosóficos hacia el origen del universo. Las constantes de su cine siguen presente (el choque de la naturaleza y del horror, el tiempo como fluir de la conciencia, la utilización de la voz en off, la fotografía en la hora mágica, la cadencia narrativa del montaje), pero en este caso apuntan hacia cierto grado de refinamiento afectivo. Su viaje lo lleva a pasar por algunos hitos de la historia del cine (los primeros planos de Dreyer, el desierto y el eclipse de Antonioni, el experimento con la percepción de Brakhage y los efectos visuales de Kubrick), bajo el manto de un melodrama de la década de 1950 siempre extrañado. Si bien puede haber interpretaciones sobre el darwinismo, el cristianismo o la perdida de la inocencia, nada se antepone al poder de las imágenes. Malick logra la consagración en Cannes que su obra a cuenta gotas le negaba, al mismo tiempo que alcanza su madurez como cineasta.