Comedia romántica en la que el dueño de una tienda de discos es abandonado por su novia y empieza a repasar sus anteriores fracasos amorosos en Chicago. Las constantes escenas del protagonista hablándole a la cámara no resultan tan moletas como en otros casos. La película se sostiene en el amor casi enfermizo a la música pop que sienten los personajes. El ritmo no decae en ningún momento pese a la previsible dinámica del conflicto y de la resolución. El film respira cierto aire del cine independiente americano de la década de 1990 (Kevin Smith, Richard Linklater, Hal Hartley) en los diálogos, los personajes y la puesta en escena, pero con un revestimiento más industrial. Aunque a fin de cuenta es más de lo mismo (el protagonista debe madurar y cambiar, de coleccionista pasa a empresario, reconciliación y propuesta de matrimonio) con lo que Hollywood se queda tranquilo. La banda sonora no toma por asalto al film. Se habla más de música de lo que se la escucha. Frears termina cayendo en el mismo problema del cine social británico: conecta con el espectador por las situaciones cotidianas, pero a partir de personajes mediocres. El film supone la recuperación comercial de Frears luego de la indiferencia con que fue recibida The Hi-Lo Country (1998).