Slasher en el que la reunión de una familia en una casa de campo en Missouri es interrumpida por un grupo de psicópatas enmascarados. Pese al retraso en su estreno, Adam Wingard llega al mainstream gracias a la distribución de Lionsgate. Lo hace gracias a un film con cierto potencial. Menos revisionista de lo que se esperaría, formulático hasta cierto punto, pero con personajes atractivos y una poderosa iconografía. Es una lástima que desperdicie muchas de sus posibles virtudes. El escenario y la precipitación de los eventos insinuaban otra incursión en el terreno de Mario Bava y su film precursor del slasher y del gore, Reazione a catena (1971). Pero ya lo decía Deleuze: para hacer naturalismo, hay que tener talento. La puesta en escena de Wingard sigue siendo deficiente hasta el borde de la chatura total. No hay ningún plano detalle memorable. La fotografía insiste en el mismo cromatismo. El medio se consume, pero más por maniobra del guión que de la puesta en escena. Un ralentí por acá incapaz de insinuar las potencias de lo falso o un fogonazo de luces sobre el final que resulta más que nada molesto a los ojos no alcanzan para suplir la falta de ideas. Lo que queda es cierta ironía en el dibujo de los personajes y de las situaciones previas a la detonación del conflicto, un misterio que se resuelve de manera tan simple como progresiva y una heroína fuerte que se hace cargo de la situación. Demasiado poco.