Western en el que un cazador queda a merced de los indios en una zona fronteriza de Missouri en la década de 1820. Inspirado parcialmente en el libro biográfico de Michael Punke (2002) sobre Hugh Glass. Después de pasarla bien en Times Square, a Iñarritu le encomiendan una misión de urgencia y responde con la prestancia de siempre. Nada de realismo cinematográfico ni devenir animal, sólo ver a Di Caprio sufrir, pronunciar pocas frases en idiomas extraños para que finalmente pueda ganarse el Oscar que se merecía con Tarantino y no pudo ganar con Scorsese. Una batalla campal a los 10 minutos trata de sensibilizar al espectador, para luego incluir los highlights de la fotografía en mano y luz artificial de Emmanuel Lubezki. Ah, es un infiltrado dice el espectador en algún momento. Lástima que el ataque del oso no tiene ningún borde, la inmersión en el animal sólo sirve para esconderse y los ojos celestes de Di Caprio busquen las nubes. La abyección no tarda en aparecer, en este caso con tres personajes y sin alambre de por medio. La película pide a gritos las vías del tren, pero para eso ya sabemos a quién hay que esperar. No es ni Herzog, ni Malick, ni Straub el culpable. Ni le preguntemos a Dreyer, tal vez sólo sea un tal Reygadas.