Historia de amor de una esposa golpeada y un joven que se mete en casas ajenas que escapan de la casa de ella y van por la ciudad metiéndose en departamentos ajenos en Corea del Sur. Kim Ki-duk lleva el minimalismo de la historia, la escasez de diálogos y la ausencia de explicaciones al límite de lo soportable. Lo que no puede negarse es la belleza de sus imágenes. Tal vez esta vez carezca del realismo, la virulencia y la crudeza de sus primeros films y de ciertas estructuras genéricas de otros como The Isle (2000) o The Coast Guard (2002), pero esos son riesgos que no tiene inconvenientes en correr. Once películas en ocho años ya lo confirman como uno de los directores más representativos del cine asiático contemporáneo. El giro del final que obliga a replantearse todo el relato no tiene la función de una explicación tranquilizadora o de una sorpresa para el espectador, sino que da un sentido más profundo a la tragedia. Siempre son cuestionables el gusto por el sufrimiento, la atención a los personajes abusivos y el tono cada vez más abstracto de sus historias, pero nunca la forma y la belleza plasmada en la pantalla. En comparación con sus otras historias de amour fou imposibles, el destino condenado de The Isle, los opuestos que se atraen de Bad Guy (2001) y el dilema del aprendizaje de The Bow (2005), esta es la más pura y lírica.