Drama en el que un accidente automovilístico conecta las historias de un profesor enfermo del corazón, una esposa de clase media y un criminal convertido en fanático religioso en el sur de los Estados Unidos. Los rasgos formales (cámara al hombro, la fotografía granulada, la discontinuidad narrativa) intentan subrayar la aspereza de los sentimientos y la inevitabilidad de la tragedia. Pero son los actores (Sean Penn convaleciente, Naomi Watts abrumadora y Benicio del Toro inquietante) los que se llevan los méritos en papeles ideales para acentuar las posibilidades dramáticas del relato. Como en Amores perros (2000) a Iñárritu se le puede acusar de esteta del dolor humano y de caprichoso formalista de la sordidez, pero el talento para aplacar la música y las imágenes es irreprochable. La excelente partitura de Gustavo Santaolalla combina el bucolismo de Ry Cooder, la melancolía del tango y las sonoridades inquietantes de Memento (2000). El clímax con los tres personajes en la habitación en silencio casi absoluto es el ámbito propicio para desatar violencia contenida. Pero el tema de los 21 gramos (el supuesto peso del alma) apenas está insinuado y profundizado. Y cuando el espectador logra ordenar los fragmentos (a los 2/3 del film) quedan pocas variantes hasta el final. Las escenas más crueles se dan cuando Penn se entera del aborto de la esposa y la abandona esperando el ascensor en el hospital; y cuando Watts le recrimina a Penn que no puede decirle a una mujer que le gusta sin conocerla. Un paso adelante en la carrera de González Iñárritu aunque repita los mismos tics de su anterior opus. Puede abrir más puertas en Estados Unidos para los directores latinoamericanos.