Cuento de terror en el que un joven que busca a su hermana desaparecida va a una escuela privada en la que se realizan rituales satánicos en el medio de Europa. Desde ya que los molestos primeros planos para esconder la falta de presupuesto y los insufribles actores que recitan diálogos ingeniosos salidos del peor bloque de un guionista televisivo hacen imposible tomarse al producto en serio. Pero el guión de Benjamin Carr trata temas como la llegada del maligno, el fin del milenio y la ruptura de los tabúes y cuela cierta interpretación antropológica que conecta con la teoría de Claude Lévi-Strauss de la prohibición del incesto como justificación de la cultura. Una interpretación a la que se le puede sacar más jugo: la mujer como movilizadora de las revoluciones culturales y sexuales. Los siete asesinatos culminan con el corazón arrancado de la víctima y los ojos del demonio en la oscuridad, pero el splatter en la cara termina cansando. Las referencias a Suspiria (1977), en el planteo inicial de la historia, y a Lost Highway (1997), en la apariencia del demonio, sólo quedan en eso. Si bien la resolución es tan o más reaccionaria que The Exorcist (1973), el epílogo deja la puerta abierta: tal vez no este siglo, sino en el que viene. El film es un subproducto más disfrutable por sus lecturas secundarias que por su capacidad para inquietar o perturbar a partir de la puesta en escena. DeCoteau es el director más lúcido dentro del cine de terror de clase B americano. Es hora de que deje de asociárselo con nombres como los de Fred Olen Ray o Jim Wynorsky.