Cuento de terror en el que una madre busca a su hija en un pequeño pueblo fantasma de los Estados Unidos. A partir de un esmerado diseño de producción, de un oscurísimo y barroco estilo visual y de una historia que no escatima elementos perturbadores, Gans trata de ahondar en las raíces del miedo. Pero olvida un par de reglas básicas: la simplicidad (o capacidad de síntesis), a veces son los pequeños detalles y la paciencia los que generan el mayor impacto, y la vulnerabilidad de la protagonista, en este caso se muestra demasiado fuerte y decidida como para identificarnos con su miedo. Hay que destacar eso sí, la impecable ambientación en un pueblo abandonado, la fotografía gris que hace uso de la niebla y la nieve, el diseño de criaturas original y perturbador, la excelente utilización de algunas locaciones (el callejón, la escuela y el hotel) y un par de secuencias (cuando aparecen las criaturas sensibles a la luz y cuando la protagonista baja al sótano del demonio). El film es uno de esos cada vez más raros casos en los que la industria pone a disposición todos sus recursos para que un director con afición y conocimiento del género de terror pueda desplegar su visión sin restricciones presupuestarias. Pero entre la excesiva duración de 127 minutos (que hace inevitables los bajones de ritmo), la historia paralela del personaje de Sean Bean buscando a la esposa que no viene a cuento y la aparición final de unos fanáticos religiosos que poco tienen que hacer, finalmente se confirma las sospecha de la primera excelente primera media hora: era imposible sostener el mismo nivel. Más allá de que a fin de cuentas termina siendo un producto fallido, el film no deja de ser un referente ineludible del cine de terror de la década de 2000.