Cuento fantástico en el que un hombre con problemas de riñón recibe la visita de su esposa e hijo muertos en un bosque de Tailandia. Weerasethakul logra la canonización de la palma de oro con un film que es una auténtica rareza. Ya sea por la exploración metafísica de la muerte, por su entrada de lleno al fantástico o por su asumido sentido del humor. Entre los extraños seres oscuros con ojos rojos, la naturalidad con que son recibidos los fantasmas, la zona intermedia entre la vida y la muerte, las imágenes de las burbujas bajo el agua y la escena de sexo de la princesa y el pez, se nos olvida la sencillez narrativa con que Weerasethakul conduce la historia. La adscripción de la puesta en escena a las coordenadas realistas es absoluta. El uso permanente del sonido de los pájaros y los grillos nos transporta a la naturaleza. La fotografía encuentra colores, sombras y texturas casi sin proponérselo. Y en el recuerdo queda la imagen de la muerte como flujo que se escapa. La película es una insólita propuesta que escapa al mero capricho excéntrico.