Cuento de terror en el que una aldea aislada del mundo teme a unas criaturas que vienen del bosque a fines del siglo XIX en Pennsylvania. El esquema Shyamalan (probado y aprobado) de thriller sobrenatural con final sorpresivo le permite una libertad casi absoluta dentro de los parámetros del Hollywood actual mientras respete esas premisas. En este caso, aprovecha la ausencia de una estrella de renombre para hacer el film más personal, desasosegante y pesimista de su corta carrera. Shyamalan muestra una confianza absoluta en las formas y en los recursos visuales (zooms delicados, planos largos y generales, cámara al hombro) y una lucidez crítica para cuestionar los adoctrinamientos hipócritas que limitan la capacidad del hombre. Hasta llegar a una concepción de lo monstruoso y del miedo que conecta con la raíz del horror que se esconde en nosotros mismos. Porque es fácil terror desde la deformidad y el efectismo, pero no desde la belleza y la sugerencia. En ese sentido, Shyamalan se acerca cada vez más a los auténticos poetas del terror (Jacques Tourneur y Kiyoshi Kurosawa). La fotografía de Roger Deakins merece un párrafo aparte por la utilización de la luz natural, por el contraste de los grises y el rojo y por el increíble plano en que Joaquim Phoenix confiesa su amor a Bryce Dallas Howard (por el frío, la imagen logra captar el suspiro y hace visible el sentimiento). La resolución es tan estremecedora como la de Paris, Texas (1984). El film es la definitiva consagración de un director que ya había dado muestras de talento. Shyamalan tal vez sea el único autor trabajando hoy en Hollywood.