Musical en el que una joven soprano es la obsesión de un genio musical desfigurado en la ópera de Paris en 1919. La nueva adaptación de la novela de Gaston Leroux (esta vez pasada por el tamiz del musical de Andrew Lloyd Webber) es una película incapaz de fascinar, sorprender, emocionar o siquiera irritar. Y eso que tenía material como para hacerlo al menos desde una perspectiva kitsch. Aceptemos que el musical es un género muerto (y no me vengan con Baz Luhrman), que la novela original es pobre (ni Fisher, ni Argento, ni De Palma lograron sacar algo de ella), que el casting es de lo más inexpresivo que se ha visto en mucho tiempo en una producción de Hollywood en mucho tiempo, que poner muchos actores, decorados y vestuario en el cuadro no transmite nada, que Joel Schumacher funciona mejor con un presupuesto acorde a su talento, que las canciones (especialmente las letras) son espantosas y que Minnie Driver finalmente consigue enterrar su carrera actoral con el papel de Carlota. En consecuencia, tenemos como resultado uno de los films más estúpidos, raquíticos e inexpresivos de los últimos años. Sólo se salvan la belleza virginal de Emmy Rossum, la víctima de Mystic River (2003), y los acordes de rock progresivo a lo Goblin durante la canción en la que aparece el fantasma. El film carente de misterio, de atmósfera, de violencia, de terror, de suspenso o de tensión. La única muerte es la de un ayudante colgado y ahorcado en medio de la función. Por último, nada que decir sobre semejante desperdicio de celuloide.