Fábula en la que el dueño de un show ambulante hace un pacto con el diablo en Londres. Gilliam continúa la mala racha luego de The Brothers Grimm (2005) y Tideland (2005). Aquí ni el envión publicitario por la muerte de Heath Ledger puede salvarlo. Porque su cine acusa una narrativa balbuceante, unos personajes poco definidos y un humor inoportuno que lo condenan al ostracismo. Ni su alabado poder visual, ni la creación de mundos imaginarios o la incorrección política logran inclinar la balanza a su favor. Y eso que esta vez había material, gracias al contraste de los sueños y la realidad o el retrato de un mago venido a menos y un aprovechador de causas benéficas. Pero se pierden en la falta de foco. Lo peor es que el truco de cambiar tres veces al actor principal termina afectando el desarrollo del relato. Terry Gilliam definitivamente ha perdido la brújula o tal vez fue sobrestimado desde un principio.