Drama criminal en el que un promotor de boxeo se prepara para la pelea de su hijo por el título mundial en Londres. Como siempre Irvin se destaca más por la sobriedad expositiva y por las buenas actuaciones de su reparto que por las ideas originales o los planteos novedosos. El film no indaga en el aliento trágico del relato (aires de King Lear de Shakespeare), en el patetismo de los personajes, en la sordidez de los ambientes de segunda clase o en el sentido del humor. En realidad, profiera el one man show de ese gigante actor que es Michael Caine. Sólo en un par de gestos y de miradas se roba la función. Falta definición a los personajes secundarios (los tres hijos que quieren y odian a su padre, la pareja de guardaespaldas graciosos, los detectives despistados, la troupe americana que viene a la pelea), de allí que el misterio por la identidad del asesino carezca de entidad. Pero al menos es saludable ver una película británica de gangsters y violencia sin molestos chistes, efectismos y trucos de montaje. La partitura de Paul Grabowsky recorre ambientes jazzeros propios del género y alguna reminiscencia a Joe Hisaishi (aunque no cómo lo usa Kitano). En los últimos años varios directores británicos (Mike Hodges, Alex Cox, Danny Boyle, ahora Irvin) están volviendo a Inglaterra con la firme convicción de que Hollywood está muy lejos de ser la tierra de los sueños. El film es un producto nada molesto que suma minutos en pantalla a Caine.