Biopic del actor Sal Mineo en el último día de su vida en Los Angeles en 1976. Al ambientar la historia en la década de 1970, al hacer la biografía de un actor que trabajó con James Dean y Nicholas Ray y al respetar la continuidad espacio temporal de la acción, Franco se mete en un terreno fértil del cine americano de esa época en relación a la tensión entre el realismo de la puesta en escena y el trabajo con los actores. Nombres como John Cassavetes, Elia Kazan, Sidney Lumet, John G. Avildsen o Martin Scorsese vienen inmediatamente a la memoria. Pero, al mismo tiempo, allí es donde Franco sucumbe ante la pedantería visual del siglo XXI. Las escenas de viaje en el auto acompañadas por música etérea de Neil Benezra, el uso del ralentí cuando el protagonista se somete a sesión de masajes o la cámara en lugares poco usuales le quitan toda la trasparencia, la autenticidad y la poesía a la acción. En Cassavetes, por ejemplo, los espacios estaban desconectados y era el actor el que tenía que unirlos a partir de una constante construcción del personaje. Al director de Faces (1968) no le interesaba mostrar la imagen perfecta de la actuación, sino el momento en que el actor la descubría dentro de la escena.