Viaje por un museo de San Petersburgo y 300 años de historia rusa filmado en un único plano secuencia. La película es un prodigio técnico en la historia de la fotografía, del cine, en fin, del arte. Sokurov logra (gracias a las tecnologías digitales) hacer lo que Hitchcock no pudo: hacer un film en un plano secuencia. Ya desde la premisa y el comienzo la película redefine las concepciones y relaciones habituales entre espacio y tiempo, entre espectador y obra. El film tiene sugerentes concepciones filosóficas (sobre la no linealidad y la continuidad del tiempo), históricas (a partir de los comentarios del diplomático francés que oficia de guía) y artísticas (con el pasaje de pinturas, composiciones y esculturas que resulta clave). No así ideológicas podríamos agregar, por la glorificación del esplendor y belleza de la Rusia zarista, mientras el campo vivía en la miseria y marginación. Pero lo que Sokurov destaca de esa época es que no existía la hipocresía de la falsa libertad y la falsa democracia de la sociedad en que vivimos hoy. Hay que destacar el uso que hace de las puertas. Cada vez que se abre una entramos en un nuevo mundo. En el recuerdo quedan las imágenes de la corrida de las hijas del zar por los pasillos (una de las grandes imágenes del cine de la década del 2000) y de la entrada a un salón de baile suntuoso luego de 90 minutos de duración del plano. Con este film Sokurov entra en el Olimpo de los grandes realizadores rusos (Eisenstein, Vertov, Tarkovsky) y tal vez inaugura un nuevo género, el film-ópera-ballet-ensayo-documental, que esperemos que se aproveche.