Comedia dramática en la que un grupo de imitadores de celebridades se junta en una granja de Gran Bretaña. Luego de ocho largos años, que hicieron pensar que su cine había muerto luego de Julien Donkey-Boy (1999), Harmony Korine rompe el silencio con una producción que dispone de mayor cantidad de medios y una trama un poco más convencional. Pero no por eso la propuesta es menos extraña y delirante que las anteriores: ahí está Werner Herzog y sus monjas voladoras del tercer mundo, todavía se ven residuos visuales del Dogma 95. El humor es absolutamente chocante por su simpleza. Su melancolía indaga en la soledad de los personajes. Lo que sí se puede decir es que esta película no es tan ofensiva. Es saludable comprobar que Korine sigue siendo uno de los pocos estilistas puros del cine contemporáneo. La búsqueda de la belleza es parte de la historia y no un adorno puesto después. En el fondo el film crítica a la institución del arte reducida a la imitación de modelos pasados y a la glorificación de las celebridades como forma de escapar y esconder las miserias propias. Hay grandes momentos e imágenes que dan vida al film: el comienzo con el protagonista corriendo en karting, el acercamiento de Samantha Morton con la frutilla en la boca o la caída accidental de la monja del avión. Korine continúa en la vanguardia, aunque cada vez más marginal e incomprensible.