Cuento de terror en el que un camarógrafo investiga la grabación de un suicidio en el subte en Tokyo. Luego de tantos fantasmas, casas encantadas, secuelas, remakes y repetir el mismo esquema, Shimizu apuesta por un producto más pequeño y original. Consigue en los primeros 30 minutos una de las experiencias audiovisuales más perturbadoras que ha dado el género de terror en la década de 2000. A partir de un atractivo punto de partida (que busca al horror y expresa el vacío existencial), de la utilización de la voz en off (un recurso casi prohibido en el género) y de la alteración de la percepción que generan la imagen real y la imagen en video, el film alcanza momentos tan aterradores como subyugantes. La imagen en la que el protagonista descubre que el suicida mira a la cámara, las breves apariciones de unas criaturas blancas, los planos subjetivos de los pasillos y las escaleras bajo tierra y la escena en que encuentra a una mujer desnuda atada en una cueva desestabilizan las certezas de nuestra percepción. Después, la historia se estanca un poco porque el concepto no daba para mucho más, la referencia al vampirismo es innecesaria, los escalofríos dejan paso al tedio y se pierde casi todo el impacto del principio. Es bueno saber que Shimizu es capaz de hacer otras cosas, aunque todavía le falte redondear una gran película de terror.