Fábula en la que un obrero abandonado por su esposa empieza a robar bancos para encontrarla en Saint-Étienne. Jean-Claude Brisseau logra una constante sensación de extrañamiento a partir de la trama folletinesca, una puesta en escena minimalista, unos excéntricos personajes, un misticismo irónico, la irreverencia del humor y una mirada en clave política. Como resultado tenemos lo más cerca que el cine puede estar de la sublime en el siglo XXI. A diferencia de otros ensayos contemporáneos que bucean en la hibridación genérica, el agotamiento del realismo o el anclaje en los diálogos, sus personajes descubren la historia al mismo tiempo que el espectador. El film desprende un erotismo salvaje del amor como fuga o escape, una estilización nada forzada que proviene de una mirada alucinada y apuntes delirantes sobre un mundo dividido que le dan casi una dimensión fantástica. Brisseau logra hacer lo que Carax no pudo con Pola X (1999): sobrecargar el estilo y la trama sin distancia irónica. Brisseau da un paso adelante al incluir una pizca de ironía en su cine primitivo y salvaje.