Drama en el que un fotógrafo de moda es diagnosticado con un cáncer terminal y le dan dos meses de vida en Paris. El film es un viaje físico y mental hacia la muerte a través del desprendimiento material y de la purificación espiritual. Ozon esquiva con honestidad la manipulación lacrimógena y el cliché de “las cosas que hacer antes de morir” gracias a la complejidad de su personaje. Quizá sea difícil identificarse con su forma de racionalizar las emociones o su capacidad de mirarse desde afuera, pero el hecho de tener por primera vez una certeza, le da un poder que nunca tuvo. De manera que actúa en consecuencia: le dice a su familia lo que piensa sin contar su problema, visita a la abuela con la que puede identificarse por la cercanía de la muerte, echa a su novio de la casa y descubre los placeres de la paternidad. Estas acciones no funcionan como cuentas pendientes, sino como una mejor forma de comportarse en cada momento. La seguridad de Ozon en el montaje, en la duración de las escenas, en la inserción casi imperceptible de los flashbacks y en la utilización del sonido del ambiente habla ya de su experiencia como director. El encuentro con la playa y el mar de la resolución es una de las muertes más bellas de los últimos años en el cine. Ozon recupera el pulso riguroso y provocador luego de algunos films algo livianos.