Cuento de terror en el que una adolescente y su padre deben pasar la noche en una oscura casa de campo para acondicionarla en Uruguay. Pese a que no es el primer intento de hacer un film de terror en una sola toma (Slashers (2001) ya lo había intentado), a que recurre a algunos imperceptibles cortes a diferencia de Russian Ark (2002) y a que el cine uruguayo ya tenía un digno representante en el género de terror (Ricardo Islas), la película es un experimento formal válido que abre el camino para el cine de género de Uruguay, más allá de algunas fallas puntuales. Son muchas las posibilidades de un único plano secuencia para recuperar las raíces del miedo: la cámara puede adoptar el punto objetivo y subjetivo, una atmósfera de continuidad espesa se genera, la idea del mal se cuela por todos los rincones (John Carpenter), la utilización de los espejos sirve como necesario contraplano y la música puede jugar con las composiciones largas y los sonidos de ambiente. Pero el recurso también conlleva sus limitaciones: los personajes y la historia devienen accesorios, el comportamiento resulta forzado, las vueltas de la trama se tornan evidentes y las revelaciones shoqueantes, innecesarias. Con un poco de pericia y astucia, el film de Gustavo Hernández se hizo un lugar en el panorama internacional del cine de terror. El remake americano ya está en camino.