Mezcla de comedia dramática y policial en la que un profesor de filosofía deprimido inicia una relación con una de sus estudiantes mientras experimenta un nuevo impulso vital al planear un crimen perfecto en Newport, Rhode Island. El cine de Woody Allen, sus personajes, sus conflictos, sus escalas sociales y ambientes está anclado en la década de 1940. No hay actualización en sus films. No hay televisores, teléfonos celulares, computadoras o internet. Y no es una queja. Desde el punto de vista narrativo esta postura está plenamente justificada porque le permite adoptar cierta pureza o inocencia cada vez más difícil de encontrar en el cine contemporáneo. El problema es que la mayoría de las veces depende de un buen guión para hacer un buen film. Más allá de que su retiro como actor de sus películas le ha dado un envión a su carrera como director, Allen sigue siendo el mismo. En este caso, ambienta su película en un campus de una universidad, vuelve a trabajar con Emma Stone e incorpora al inmenso Joaquin Phoenix. La película arranca con gracia, transcurre con fluidez y los personajes alcanzan cierta entidad, pero cuando en una escena en un bar la pareja protagonista se pone a escuchar la charla de un grupo de personas sentadas al lado uno sospecha que nada bueno puede salir de ahí. El resto de la película lo confirma. La trama del crimen perfecto no era el mejor camino para seguir la historia. Principalmente porque resulta condescendiente hacia el personaje de Phoenix, pero además porque convierte en inútiles las escenas de la novia investigando lo que el espectador ya sabe de antemano. Un último giro y un extraño (para la obra de Allen) arrebato de violencia llegan demasiado tarde.