Cuento de ciencia ficción en el que un espía industrial debe implantar una idea dentro de un sueño en el heredero de una corporación en Los Angeles. Nolan continúa su estadía en Warner con solemnidad y pretenciosidad, pero no hace más que enmascarar el profundo vacío de su cine. Lo que en otras manos, Ferrara en New Rose Hotel (1998), Natali en Cypher (2002) o Assayas en Demonlover (2002), era una trama de clase B llevada al terreno del experimento formal, aquí es una superproducción en la que todo está sobre explicado hasta el hartazgo. Si bien el concepto es atractivo (sueños dentro de sueños en diferentes temporalidades), algunas imágenes tienen una pura naturaleza fantástica (Paris redoblada, la ciudad del Limbo) y la presencia de Marion Cotillard tiene un tono inquietante (funciona como la falla del sistema), Nolan falla miserablemente al establecer una mínima conexión emocional con sus personajes. Porque el motor de la historia resulta demasiado abstracto para el dispositivo empleado, la puesta en escena adolece de una falta de imaginación alarmante, el recurso de los montajes paralelos como “novedad” tiene ciertos límites, el inglés es un idioma poco feliz para el léxico que manejan los diálogos (subconsciente en vez de inconsciente) y cada 15 minutos el guión se ve obligado de incluir una persecución o tiroteo para agilizar el palabrerío. Los personajes sólo son maquetas que explican la trama. A estas alturas Nolan ya deja claro que Memento (2000) apenas fue un juguete narrativo y que Hollywood rara vez fue lugar para la experimentación.