Comedia dramática en la que dos chicos viven en un pueblo de Ohio todavía devastado por un tornado que ocurrió en la década de 1970. Korine orquesta una especie de reverso de Kids (1995). Sigue provocando y buscando la polémica, pero esta vez sin juzgar o moralizar. Detrás de los extraños rituales que presenta hay cierta inocencia y pureza. El film niega todo tipo de linealidad narrativa y su belleza estética construida desde la fealdad es muy poco común. Invita a mirar lo que hacen los protagonistas de otra forma. Al supuesto fin de la Historia y de las ideologías, la película muestra las consecuencias en el individuo. Al quitar la noción de enemigo (y de conflicto) de la trama, el propio cuerpo y comportamiento, la propia imagen, terminan siendo un lugar traumático, pero repleto de posibilidades. La devastadora coherencia de un solo plano que captura un momento bello, el beso en la pileta con una canción de fondo de Roy Orbison, vale toda la película. Korine se perfila como el más extremo de los directores modernos americanos (hay algo de Terrence Malick en su cine, pero sin el aura romántica) o más bien, el más coherente de los realizadores contemporáneos de su país. La modernidad es un proyecto inacabado que el cine en los últimos 30 años no se preocupó en finalizar o simplemente no pudo. Korine ubica en la vereda del enfrente de la cara amable del cine indie americano (Jarmusch, Linklater, Hartley) que con sus excelentes películas a lo máximo que pueden aspirar es a mantener vivas las nuevas olas. Tal vez ni la crítica ni la semiótica todavía estén preparadas para asimilar o interpretar la verdadera discontinuidad y fragmentación que propone Korine. Mientras tanto sólo queda irritarse, molestarse o disfrutar de sus películas. Pocos directores pueden hoy en día sorprender en cada plano y generar incertidumbre en el devenir. Korine es uno de ellos.