Drama en el que un grupo de amigos se ve afectado por la enfermedad de uno de ellos en Paris. La cámara de Assayas sigue a unos personajes que hablan, piensan y sienten a medias, a las apuradas o a escondidas, con el mismo vértigo de una juventud que se les escapa sin haber cumplido los sueños que supuestamente la sociedad de consumo les impone. En ese sentido, la fotografía muy luminosa de Denis Lenoir, el uso de las abruptas elipsis narrativas y los fundidos en negro están en perfecta sincronía con esa idea. Assayas no hace más que reflexionar sobre el pasaje hacia la madurez y la certeza de la muerte desde una perspectiva original, única y absolutamente personal. Utiliza las imágenes no como mero significante, ni remotamente con significado claro, sino como disparador de otras imágenes. Y llega a la máxima expresión de este postulado en la última escena en la que el protagonista por fin ve a la chica que era novia de su amigo muerto, colocando en la misma posición al personaje y al espectador en un puro presente revelación que le altera toda su idea del pasado. Esta imagen podría ser un ejemplo de una nueva imagen – tiempo. Este personaje – espectador invierte los roles que adjudicaba Deleuze para el neorrealismo: no es personaje que se convierte en espectador, sino el espectador el que se convierte en personaje. Assayas se confirma como uno de los autores más radicales de la modernidad cinematográfica porque demuestra que, a fin de cuentas, tal cosa como la posmodernidad no existe.