Cuento de misterio en el que un profesor universitario sale de una clínica psiquiátrica y encuentra que su gato desapareció en su casa de Buenos Aires. Con sus planteos minimalistas acostumbrados y una postura levemente irónica hacia lo que narra Sorín trata de incursionar en el cine de género, pero se queda corto. La timidez del acercamiento al suspenso desnuda las limitaciones de la puesta en escena: el uso del teleobjetivo, los travellings manieristas, los tiempos muertos artificiales. Los que más sufren los personajes (asquerosamente burgueses), las actuaciones (la neutralidad mal utilizada) y los diálogos (se regodean en la insignificancia). Tampoco ayudan la pulcritud del decorado, la banda sonora reiterativa, el aporte sustraído de los secundarios y la condescendencia publicitaria. Todo en pos de una resolución que no llega a ser original o shoqueante, ni obliga a replantear lo visto. El film deja la sensación de un capítulo alargado de una serie de televisión. Luego del amague de recuperación de La ventana (2008), el cine de Sorín vuelve a la mediocridad.