Historia de amor de un prisionero condenado a muerte que repetidamente intenta suicidarse y una escultora casada que va a visitarlo a una cárcel en Seul. Kim Ki-duk continúa sus historias de amor terminales cada vez más cerca de la abstracción. Más allá de que el film pueda parecer una oda al sufrimiento, al dolor, a la culpa y al sacrificio, es la simpleza de la historia, lo poco que explica y los detalles de la puesta en escena los que sacan adelante la propuesta. Si en el camino pierde el realismo, la crudeza y el impacto de sus primeros films en pos de la fantasía y el artificio, su concepción del amor-prisión (el plano desde la otra celda cuando el protagonista recibe las visitas, el túnel a la salida de la casa de la protagonista) le da sentido al film. Claro que no es lo mismo ser un fundamentalista del romanticismo que ser un romántico.
Si bien los motivos de su obra (el amor, el sexo, la violencia, la muerte) se repiten hasta un punto en que cuesta distinguirlos, parece que su cine ha llegado a cierta saturación. Kim Ki-duk construye su film a partir de las repeticiones: las visitas a la cárcel, el motivo de las estaciones, las escapadas de la casa de la protagonista, los silencios (el recluso no habla en toda la película), los intentos de suicidio, las tomas de las cámaras de vigilancia. El problema es que su cine ha experimentado un progresivo reduccionismo hacia los elementos más superficiales y menos atractivos. Sus pobres habilidades como guionista (la protagonista no tiene dificultades para ingresar a una cárcel de hombres y montar todo un decorado en la sala de visita) quedan cada vez más expuestas y el realismo aparece a cuenta gotas.