Cuento de terror en el que un estudiante es seducido para entrar a una fraternidad de una universidad cuyos miembros son vampiros en California. Sin ser un film gay y ni siquiera mostrar desnudos, DeCoteau lleva el homoeroticismo a límites sorprendentes a partir de la apariencia de pretty boys de los personajes, de la profusión de torsos desnudos, del doble sentido de los diálogos, de la escena de la primera fiesta y de las posturas y miradas de los actores. Si bien la trama es una especie de exploit de The Skulls (2000) con mínimo presupuesto y no hay ningún interés por inquietar o asustar recurriendo a los clichés del género de terror, sorprende el hecho de que el relato está guiado por las actuaciones, los primeros planos y los diálogos (que sin ser del todo realistas, resultan ágiles y creíbles). El retrato de los personajes se construye sobre la ambigüedad y la simpatía por el horror. Un par de excelentes escenas (cuando el amigo le pregunta por qué no se divertía o iba a fiestas y el protagonista responde simplemente “no sé” y cuando el protagonista hace un pacto con el líder de la secta reconociendo que si no se aburre) suponen un ejercicio de franqueza poco habitual en la cultura de las apariencias. En cuanto al vampirismo, los mitos presentes están ligeramente modificados: la luz solar no molesta porque usan anteojos negros, para chupar sangre los vampiros utilizan un punzón que pincha el brazo y cada cuatro años cambian de universidad para no generar sospechas. Lástima que el clímax deba resolverse como un film de terror barato con un ritual satánico interrumpido. DeCoteau, ahora sí en pleno dominio creativo de sus proyectos, se convierte en una de las figuras más atractivas de la serie B americana al darle un nuevo look al terror.