Mezcla de thriller de revancha y de película de acción de artes marciales en la que una mujer sin nombre se venga de los integrantes de la organización que quiso matarla a lo largo de Estados Unidos y Japón. Luego de seis años Tarantino vuelve al cine, más exploitation que nunca y menos pretensioso que siempre. Como resultado tenemos un jugosos pastiche de citas cinéfilas de culto. El film es un intento de reunir el oriente y el occidente a través de la música, de las imágenes y de los tonos narrativos: da lo mismo Sergio Leone y Akira Kurosawa que Bruce Lee o Clint Eastwood. Desechados los diálogos “ingeniosos” y las alteraciones temporales, lo que queda es el poder de la música como viaje espacio-temporal y de las imágenes que adquieren ciertos rasgos de cartoon. Hablar de la banda sonora tal vez sea más atractivo que hablar del film en sí mismo: desde las revisiones jazzeras, el country clásico, las baladas del spaghetti western, el funk, el soul, el disco negro, el flamenco, la salsa, el pop melódico japonés, hasta el rap, el hip hop y la electrónica; se hacen presentes todos los estilos y subgéneros marginales. Y cada uno va matando y enriqueciendo al anterior. Hasta tal punto que Tarantino logró en 15 minutos (en la secuencia de batalla en blanco y negro) lo que Luhrman no pudo hacer en más de dos horas, es decir, resumir cien años de música pop. Las tres secuencias de acción (una pelea en la casa de una de sus rivales, un flashback en visualizado como anime y una orgásmica secuencia en un restaurant japonés) dejan escuchar los golpes y las caídas bien fuerte. El film es un espectáculo verdaderamente retro y pulp que acerca a Tarantino a la estética de Sergio Leone y al desmadre de Takashi Miike.