Drama en el que una cantante adicta a las drogas pierde a su esposo en una sobredosis en Londres, vuelve a Paris e intenta recuperar la custodia de su hijo al cuidado de sus abuelos en Vancouver. Lo que en otras manos sería un concierto de lágrimas y una sucesión de golpes bajos, Assayas lo convierte en un sincero poema visual y sonoro que recupera las capacidades expresivas del melodrama. En ese sentido, el film se plantea como un retorno a lo concreto, a lo cercano y a lo real que conecta con una modernidad cinematográfica que nunca envejece y una nouvelle vague que no desaparece. El plano detalle de una moneda o la interrupción de una charla durante una comida significan exactamente lo que son. Así, la cámara al hombro en constante movimiento no sólo refuerza la idea de que Assayas es uno de los mejores formalistas del cine contemporáneo, sino que acompaña y estimula el deambular de la protagonista y la lucha por el cambio de su situación. Al mismo tiempo que la inteligencia narrativa en el uso de la elipsis y en la construcción de las escenas en ningún momento subestima al espectador y hace previsible el desarrollo de la trama. El film gana consistencia por el implícito retrato que hace del mundo de la música y del rock, donde es más importante los contactos, los arreglos o la suerte que el talento o la inspiración (lo que puede aplicarse a cualquier ámbito del mercado laboral contemporáneo). Destacar la música de Brian Eno con sus sonoridades electrónicas, mentales, abstractas y emotivas y la fotografía de Eric Gautier, tal vez el operador que mejor usa el formato panorámico con la cámara al hombro. Si bien la resolución puede parecer optimista, en realidad es un final abierto, porque Assayas no concibe a sus personajes como marionetas del bien y del mal. Assayas continúa expandiendo su universo e incorporando nuevos lenguajes, latitudes y actores para convertirse en uno de los pocos cineastas contemporáneos realmente valiosos.