Comedia dramática en el que una familia de sociópatas se frota contra los tachos de basura en un suburbio de Nashville, Tennessee. Korine extrema los recursos disruptivos (una cámara de VHS, un montaje aberrante, un humor incapaz de hacer reír, una concepción radical del juego) para bordear los límites de lo representable y alejarse definitivamente de toda noción de cine consumible. Si en un principio el experimento puede remitir al cine de Werner Herzog (los marginados, los freaks, los enanos), a las simples intenciones de shoquear y provocar de John Waters en Pink Flamingos (1972) o a la celebración de la estupidez humana del Dogma en Idioterne (1998), un par de decisiones (la utilización de máscaras deformes de los actores y el carácter limítrofe de la locura) aborta todo tipo de realismo o de ironía. El único referente puntual tal vez sean las películas de terror marginales de cine snuff simulado, al estilo August Underground (2001), aunque en este caso no hay coartada de género. Entonces, la película, con su imagen de calidad abismal, su apología a la incorrección política, sus asesinatos festejados y sus personajes irredimibles, queda en territorio de nadie. La constante búsqueda de la belleza y pureza de Korine (la canción de cuna de las prostitutas, el baile frente al televisor destrozado, el protagonista paseando con el bebé) queda perdida en un paisaje pesadillesco. Korine firma su certificado de defunción cinematográfico, en el buen sentido. Más bajo que esto no se puede caer y provocar.