Drama en el que un joven esquizofrénico vive con su familia en un suburbio de New York. Después de Gummo (1997), Harmony Korine vuelve con una propuesta aún más radical y extrema. La película supera todos los límites autoimpuestos por el manifiesto danés Dogma 95, movimiento del que forma parte (como su sexto film y el primero hecho en Estados Unidos), en cuanto a la experimentación con la imagen, el sonido y la narración. Los recursos estéticos que utiliza, la imagen de video granulada, los colores (o su falta) saturados, los abruptos cortes de planos, la discontinuidad sonora y el uso del sonido extradiegético, están en función del estado mental del protagonista esquizofrénico. Y si ningún film fue tan lejos en la representación de la locura, en la negación narrativa o en la adscripción a la fealdad, sigue habiendo una pureza en los rituales privados y una búsqueda de la belleza pese a todo. Pero a diferencia de Gummo, que adoptaba cierta mirada distante o crítica, aquí Korine nos sitúa en el ojo de la tormenta o en la caldera del infierno (a retener ese plano subjetivo en que Chloë Sevigny mira a la cámara). Por eso es imposible evaluar los hechos o establecer conclusiones en esta nueva manera de acercarse al cine. El film llega entonces al callejón sin salida del cine independiente americano de la década de 1990. Korine continuará reinventando su cine como otro gran director que necesariamente se propone hacer películas incómodas.