Drama criminal en el que un skater adolescente se ve involucrado en el accidente de un guardia de seguridad de trenes en Portland. Van Sant toma la estética de sus últimos tres films, agrega imágenes en Super 8 de skate, arma una trama policial de poco interés y le suma una delicada banda sonora. Con esto parece que convenció a todo el mundo de que es uno de los grandes directores contemporáneos. Pero vuelve a cometer el mismo error que Drugstore Cowboy (1989), My Own Private Idaho (1991) y Good Will Hunting (1997), es decir, la victimización de su personaje. Van Sant será gay, pero definitivamente no es Fassbinder. La factura es impecable en cuanto a lo estético (los travellings que siguen de espalda al protagonista, la utilización de la música en largos planos) y lo narrativo (las alteraciones narrativas sigue el diario del adolescente, los momentos en que la historia se suspende), pero el problema es más bien ideológico. Porque está claro que el protagonista deprimido, angustiado y desencantado carga con un peso que no puede sacarse de encima y que su capacidad de observar es superior a su deseo de encajar. Pero la cuestión está en qué hace más allá de encerrarse y lamentarse. Y, en última instancia, extraer belleza de este dilema parece el camino más fácil y condescendiente. Cada tanto Van Sant se da cuenta de que no tiene nada que mostrar y reviste su obra de un esteticismo tramposo.