Drama en el que dos adolescentes se preparan para realizar una matanza en su escuela secundaria de Portland. Inspirado en un caso real. Van Sant opta por abordar una temática complicada de la forma más minimalista posible. Su film, casi sin diálogos y sin música, está resuelto en largos travellings que siguen a los personajes dentro de la escuela. No le interesa en lo más mínimo otorgar respuestas o indagar en los motivos del acto criminal, sino generar preguntas que cuestionan el sistema educativo y la organización de la sociedad. En ese sentido, Van Sant filma la escuela como un espacio vacío en el que las situaciones se repiten y nada significativo pasa. Casi como una invitación para que dos estudiantes con armas vengan a romper el orden. El film es un desesperado grito de búsqueda de cambios, no por los asesinatos en sí, sino por el sufrimiento que se aplica a todos los estudiantes. La puesta en escena busca la incomodidad en todos los planos. Desde la primera escena con el padre borracho hasta los hirientes largos planos secuencia. Gran mérito en este desolador panorama es encontrar un poco de belleza en el beso en la mejilla que la chica le da al protagonista, en la música de piano de Beethoven o en los breves ralentíes que se meten en los travellings. La secuencia en la que tres chicas comen el almuerzo para vomitarlo inmediatamente en el baño como lo más normal del mundo esconde una crueldad sin límites. Todos los actores son no profesionales salvo Timothy Bottoms (el padre borracho) que estable un puente con los adolescentes de las décadas de 1950 y de 1970 a partir de The Last Picture Show (1971). El retrato que Van Sant hace de los dos asesinos no los presenta como psicópatas, estúpidos o maníacos. La visualización de la matanza, a partir de la fragmentación y el fuera de foco, recuerda a Bresson en L’argent (1983). La película es una justa ganadora de la palma de oro en Cannes y uno de los films más impactantes de la década de 2000.