Cuento de terror en el que un parásito contagia a los habitantes de un edificio y los convierte en maníacos sexuales a las afueras de Montreal. Si bien ya estaban los antecedentes de Polanski y Romero, el gran mérito de David Cronenberg es llevar el horror a lo más íntimo, el cuerpo y el sexo, como una pesadilla hiperrealista. El miedo no proviene del parásito o del sexo porque no matan. Más allá de que la película pueda leerse como el reverso maligno de la revolución sexual o como una horrorosa premonición de los peligros del SIDA, se sostiene por sus estrictas cualidades cinematográficas. La puesta en escena de Cronenberg, con la yuxtaposición de escenas cotidianas y violentas, la quirúrgica frialdad para ubicar la cámara y la excelente utilización del off visual, anticipa sus futuras incursiones en el cine de terror. Destacar la progresiva construcción de la tensión y el clímax con la salida del edificio.