Thriller en el que un ladrón es testigo de un asesinato que involucra al presidente de los Estados Unidos en Washington DC. Eastwood es capaz de combinar unas efectivas secuencias de suspenso, un sutil retrato de personajes, matices en las actuaciones de todo el reparto, una trama en las altas esferas de poder y una emotiva relación entre el protagonista y su la hija, como si fuera lo más normal del mundo hacer un film digno e inteligente dentro del Hollywood actual. Claro que de vez en cuando se notan las costuras del guión (en la escena que el protagonista ve la conferencia de prensa y se queda), la ideología reaccionaria (cuando inyecta al asesino de su hija) y la falta de ideas (la resolución precipitada con los suicidios culposos). Pero son peajes que no duda en pagar. La banda sonora de Lennie Niehaus, con sus pianos y acordes electrónicos, la escena que el protagonista comparte con Ed Harris en una charla relajada en el museo, las pinceladas con que dibuja a los personajes secundarios, en especial Scott Glenn, y la entidad fantasmal que gana el protagonista (que se mimetiza con la puesta en escena) pagan de sobremanera la entrada. El gran descubrimiento es Laura Linney como la hija del protagonista y su relación traumática que, más allá del cliché, tiene la capacidad de incluir el componente humano. Luego de algunos films pretensiosos Eastwood sabe que volver a los géneros no es dar un paso atrás.