Mezcla de comedia musical y cuento de terror en la que a un productor musical le roba a un joven compositor su obra para presentarla en un teatro de New York. De Palma realiza una especie de versión rock de “El fantasma de la opera” con toques de la leyenda de Fausto. Con absoluta libertad y soltura demuestra que puede ser un director pop sin ser necesariamente imbécil. Su secreto: el dominio técnico, con el uso de travellings circulares y subjetivos y la pantalla dividida, y no tomarse en serio la historia en ningún momento. Igualmente desliza críticas tanto a los artistas que hacen pactos demoníacos con la industria y como a los espectadores que aceptan cualquier producto sin pensar.
Luego del modesto éxito de Sisters (1973), De Palma tiene la oportunidad de realizar su primer film para un major y elige hacer una versión moderna de uno de los monstruos clásicos de historia del cine de terror. Pero la película intenta ser muchas cosas al mismo tiempo, de allí que el resultado final no sea tan satisfactorio. Por un lado tenemos la sátira a la industria de la música, no muy convincente ni aprovechada porque se despega demasiado de la realidad. Por otro lado, la comedia con personajes extravagantes y dinámica de slapstick no encuentra el timing adecuado ante el vértigo del montaje y las acciones. Por lo que su cuento de terror queda más como una parodia que como un reformulación del mito. Más atractivo resulta el dispositivo técnico que monta alrededor del teatro, con cámaras y micrófonos de vigilancia instalados por todos lados, que multiplican los puntos de vista. Y el hecho de que en el final reconozca que la historia de indudable poder afectivo y trágico queda escondida para la multitud que asiste al concierto y grita enfervorizada ante lo que cree que es un despliegue de efectos especiales. Pero es demasiado poco y demasiado tarde para poder establecer conexiones con las potencias de lo falso de, por ejemplo, Hans J. Syberberg. La puesta en escena presenta una clara tendencia hacia la estilización, esas paredes rojas de los pasillos y camerinos que recuerdan al primer Tobe Hooper, pero el film no luce tan impactante en el terreno visual, tal vez porque De Palma se niega a ser partícipe del espectáculo que monta. El uso de la pantalla dividida es apenas ocasional y se da sólo en una escena de ensayo de un número musical que muestra el detrás de escena en la que una de las bailarinas es molestada por el productor. La trama del fantasma de la opera es menos deudora de novela de Leroux o de la versión de Lon Channey que de la Arthur Lubin de 1943 en la que el fantasma queda deformado a causa de un accidente.