Cuento de terror en el que una periodista investiga la muerte de su hermana en una casa comprada por un hombre que adquiere propiedades donde ocurrieron tragedias en Louisiana. Con esta película Bousman aplica a sus films de terror progresivamente más serios y clásicos la excentricidad de los musicales que ha venido realizando en los últimos años. La operación durante buena parte de la película funciona. El tono pulp, las referencias al comic y al film noir (hay una película de Fritz Lang de 1947 con la misma premisa argumental) se imponen desde el principio, más allá de la relativa falta de presupuesto. El conjunto puede lucir un poco berreta, pero no molesta porque el film prefiere el placer de lo narrativo a los efectismos visuales y a los golpes gore. ¡Qué lejos han quedado para Bousman los tiempos de las secuelas de Saw (2004)! Las referencias en este caso son las óperas de horror sideral del Lucio Fulci (la ambientación en Louisiana también ayuda) e In the Mouth of Madness (1994), una película de Carpenter fallida pero con momentos inspirados. Pero acá Bousman también muestra una predilección por modelos más clásicos: toda la secuencia del pueblo fantasma y la llegada a la casa en el bosque repleto de niebla nos lleva al cine de terror de las décadas de 1930 y 1940. Jessica Lowndes ya había mostrado su belleza en Autopsy (2008) pero aquí no queda tan desprotegida como actriz. Bousman se toma el tiempo para darle a la relación sentimental con el policía cierto espesor y entidad. Lo vintage en el género de terror contemporáneo tiene una fascinación con la década de 1970. Bousman, como Rob Zombie, de a poco se ha convertido en un especialista de ese tipo de cine. Pero en este caso la inspiración sólo llega a dos tercios de la película. Como en The Sacrament (2013) el problema de Abattoir es tener un villano comparativamente débil a todo el dispositivo que monta para llegar a mostrarlo. Toda la última secuencia es un despropósito que lo único que pone de manifiesto es la falta de imaginación para visualizarla. Los efectos visuales se vuelven reiterativos y la falta de sensación de peligro resulta inevitable.