Comedia dramática de ciencia ficción en la que la vida de un hombre es transmitida por televisión sin que lo sepa en un estudio gigante que recrea un pueblo de los Estados Unidos. La atractiva premisa argumental está desarrollada con ínfulas de originalidad, pero el film no pasa de la sátira fácil a ciertos comportamientos de la televisión y sus espectadores. Detrás del sentimentalismo y la sensiblería sólo queda el fin del mundo: el pueblo idílico creado por el programa, la realidad poblada de imágenes y el capitalismo como Dios sin límites. Todo dominado por el vacío y la artificiosidad. ¿En pos de qué? De la libertad personal (o el individualismo). El problema es que Weir no define la posición que ocupa en el mundo que crea: a veces trata de rescatar lo poco que queda, pero otras veces no hace más que reforzar el vacío y la artificiosidad. Y cuando se decide a criticar algo, no sabe bien a qué. Si se suprimieran los molestos inserts de los espectadores viendo y comentando el show, estaríamos hablando de una película completamente diferente. Pero el guión de Andrew Niccol termina explicando demasiado su propio mecanismo, como también hacía en Gattaca (1997). El film es una propuesta diferente que invita a la reflexión, pero no al consenso.