Slasher en el que los participantes de un reality show empiezan a morir uno a uno en Los Angeles. Cunningham regresa a la dirección luego de más de 10 años. Vuelve a incursionar en el subgénero que él mismo impulsó con Friday the 13th (1980), ahora desde otra perspectiva. Si la idea del reality show como escenario del cine de terror fue rápidamente explotada a principios de la década de 2000 (y rara vez funcionó adecuadamente), su film es uno de los pocos representantes de la tendencia que pudo sacar algo digno de dicho escenario, más allá de la completa indiferencia con que fue estrenado. A Cunningham poco le importa el gore, los asesinatos o el suspense, sino la sátira. En ese sentido, el retrato de los personajes evita el estereotipo por el planteo directo de la historia, por el papel funcional que ocupa y por un par de inversiones oportunas. La propuesta se hace más soportable porque la puesta en escena no depende del mecanismo que la registra, lo que permite mover la cámara y montar con mayor flexibilidad. Cunningham pudo ser un maestro del terror recuperado, pero después de Friday the 13th siempre prefirió propuestas menos obvias y facilistas.