Drama en el que un vendedor casado de San Francisco decide darle su apellido a una mujer que conoció en un colectivo que tuvo un hijo en Los Angeles. La película tiene un largo prólogo que hace de las habladurías y el chisme un recurso efectivo para lo que después quiere mostrar. Lupino no juzga nunca a sus personajes y se reserva el papel de la mala conducta, o mejor dicho, la conducta desviada que la sociedad americana se empecinaba en marcar en la época. Sus películas no tendrán los recursos, la belleza e ironía de las de Douglas Sirk, pero son más punzantes y maliciosas en su retrato de la hipocresía. El mérito de su cine es cómo esquiva las contracciones del guión, no simplificándolas, sino deteniéndose en ellas. Un protagonista débil se convierte en el objeto de un juicio general solamente por ponerse en el lugar de las posiciones más débiles. La escena en que trata de seducirla en el colectivo con las mansiones de los famosos de Beverly Hills que aparecen y son mencionadas en frente a ellos es el punto clave de esa idea.