Aventura en la que niño huérfano intenta reparar un muñeco autómata que le dejo su padre en Paris en 1930. Luego del éxito de taquilla de Shutter Island (2010), Scorsese recibe 170 millones de dólares de presupuesto para hacer una incursión en el cine infantil. El resultado es desparejo. Si bien vuelve a mostrar su pasión por la historia del cine, hay pinceladas de su gran talento y es su película más reposada en mucho tiempo, no puede superar ciertos vicios y aberraciones estéticas del cine contemporáneo. El espantoso uso de los colores corregidos digitalmente (azul y naranja), cierta esclavitud digital en la reconstrucción de época y el costado dickensiano y condescendiente de la historia son inconvenientes que no se plantea solucionar. En ese sentido, la merca comparación de la misma de un personaje colgado de un precipicio del cine mudo y del cine actual resulta esclarecedora. Los tics visuales habituales de Scorsese (los ojos, la cruz, la sala de cine), Sacha Baron Cohen que recuerda en algo al lenguaje corporal de Jacques Tati y el provecho que saca la puesta en escena del rostro y de los primeros planos al menos todavía tienen la capacidad de emocionar. Scorsese da un paso riesgoso al salir de su territorio. Se lo ve bastante inseguro todavía.