Drama criminal en el que un policía se hace pasar por gay para atrapar a un asesino de homosexuales en New York. Adaptación de la novela de Gerald Walker. Si uno se abstrae de la simple provocación de las gratuitas escenas sadomasoquistas, los brutales y sangrientos asesinatos (un total de cuatro) y el retrato tan superficial como estereotipado de la comunidad gay, el film es un policial apenas correcto con una azulada y oscura fotografía, una contenida actuación de Al Pacino y algunas críticas dispersas a la brutalidad policial. Es una lástima que la resolución intente jugar con el final abierto cuando en realidad la simpleza y linealidad de la historia no lo requería y que desperdicie la oportunidad que los crímenes le dan para hacer una radiografía de una sociedad enferma. Porque si nos quedamos con las instantáneas al vuelo de los gays acosando al protagonista no hay posibilidad de profundizar.
William Friedkin muestra el gusto por la planificación simétrica y la huella expresionista de Fritz Lang. Pero en el camino se le olvidó la imperiosidad de no juzgar del director de M (1931). Lo cierto es que Friedkin no es el director más adecuado para el material. El thriller es el lugar de la imagen mental. Más aún cuando la trama se plantea de forma más bien delirante a partir de la multiplicidad de asesinos. Pero Friedkin no es muy honesto con el espectador. Tiene que esforzarse más en esconder que en mostrar. Sólo en un momento parece seguir el camino de la transparencia. Cuando el protagonista se mete en el departamento de uno de los sospechosos, encuentra material comprometedor y lo sigue en el transporte público. El resto del film se conforma con escenas semi voyeurísticas inconclusas, procedimientos policiales y la progresiva afectación del protagonista. Tal vez algo tenga que ver los 40 minutos que quedaron en la sala de edición. Pero el planteo viene mal de antemano.