Slasher en el que cuatro jóvenes del presente quedan atrapados en un campamento de verano acosado por un asesino en el que se repite el mismo día de agosto de 1981 en Maine. La premisa argumental es original y prometedora porque va más allá de la simple autorreferencia al género de terror. La comedia surge tan natural como inevitablemente. Pero también es una idea que corre el riego de agotarse pronto. La presentación de los personajes y el contraste de sus vestimentas, lenguaje y accesorios tecnológicos entre las décadas de 1980 y 2000 no puede durar mucho. Pucci se olvida de que después hay que hacer lo más difícil: construir una atmósfera, respetar un punto de vista, darle entidad a las apariciones del asesino, utilizar el escenario en provecho de la historia, crear personajes por los que mínimamente nos preocupemos. En fin, todo lo que se necesita para una película terror. En este caso el realizador opta por una persistente cámara subjetiva (todo un acierto porque el slasher contemporáneo ha dejado de usarla), una enorme cantidad de personajes, una masacre ubicada dentro de una pesadilla y un body count ridículamente alto, con más de 30 muertes (ampliado por el hecho de que el día vuelve a repetirse). Pero no cuenta con los mínimos elementos de producción (maquillaje, planificación, cámara) para hacer a los asesinatos medianamente efectivos. Sus asesinatos son como las escenas de sexo en el cine en las que la cámara apunta al fuego de la chimenea y luego vuelve a los personajes cuando ya pasó todo. La identidad del asesino o los asesinos carece de importancia porque el objetivo no es adivinar quién es, sino cómo escapar del lugar. Y allí al guión no se le cae una idea. Nadie sabe cómo llego y ni la única sobreviviente sabe cómo escapó.